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Alma Delia Murillo

23/03/2017 - 12:00 am

Sira, tienes derecho a decir no

Me pregunto cuántos arribados a la clase media mexicana seremos hijos de una trabajadora del hogar. Yo soy una, mi madre nos crió limpiando casas. Sé que no soy la única pero tampoco supongo que seamos tantos comparados con quienes este sistema perverso obliga a estancarse en el mismo entorno de carencias asfixiantes durante generaciones. […]

En nuestro país hay más de dos millones de personas que son trabajadoras del hogar. ¿Cuántos millones de relatos de abuso podrían contarnos? Foto: Caceh00

Me pregunto cuántos arribados a la clase media mexicana seremos hijos de una trabajadora del hogar. Yo soy una, mi madre nos crió limpiando casas.

Sé que no soy la única pero tampoco supongo que seamos tantos comparados con quienes este sistema perverso obliga a estancarse en el mismo entorno de carencias asfixiantes durante generaciones.

En un país como México, de desigualdades y esperanzadoras rabias que empujan a tratar de cambiar el segmento social en el que toca nacer, aún son estrechas las salidas que posibilitan la movilidad social.

Estoy con Sira en el Sindicato Nacional de Trabajadores y Trabajadoras del Hogar. Vine para que me contara su historia que me atropella por el increíble paralelismo que tiene con la de mi propia madre.

Sira tiene mucho que decir luego de treinta y seis años limpiando a casas, atendiendo a los enfermos de esas casas, cocinando, lavando ropa, tallando mierda de los baños, levantando la mierda de los perros, siendo niñera de los críos de esas casas… todo bajo el título laboral de “Mi muchacha”.

Nació en Puebla, en una familia de catorce hermanos, hija de una madre exhausta por la crianza y de un padre que se la llevó a trabajar jornadas al campo desde los siete años pues decidió que sus hijos no debían estudiar si eso de la escuela no sirve para nada y en el campo se necesitan manos.

Por eso me fui, porque yo quería seguir estudiando y en el pueblo sólo había nivel primaria.

Con apenas catorce años vino parar a esta ciudad monstruo y empezó a trabajar limpiando casas en esta mole de asfalto que no era hermosa como el campo pero donde había empleo y escuelas. Por nacer en la cara mala del mundo y, para colmo de sus desgracias, bonita, Sira padeció en unos lugares acoso sexual y en otros discriminación y abusos patronales que bien pueden compararse con la esclavitud: trabajaba quince horas diarias y tenía que permanecer encerrada en un clóset cuando había visitas para que la gente bien no posara sus sofisticados ojos sobre ella, encerrar también a sus bebés cuando los embarazos fueron llegando, en algunas casas no podía hacer uso del baño familiar y vivía en vilo cuando amenazaban con correrla y de hecho lo hacían repentinamente concediéndole por toda liquidación dos bolillos y un litro de leche.

A veces la belleza física es privilegio y otras, según el contexto, es tragedia. Sira es guapa, tiene unos poderosos pómulos altos, el pelo negro brillante y una piel cuya tersura se adivina con mirarla. Aunque se casó muy joven, su marido vivió muchos años fuera de la ciudad porque su trabajo estaba en el pueblo, así que ella enfrentó como pudo ese universo desquiciante que se abre cuando la tarjeta de presentación dice mujer sola.

De todas las historias de discriminación y abuso que relata, hay una que fue su antes y después, la que la rompió y la preparó para reconstruirse entera. La lastimó porque ella confiaba. No me lo dice pero me doy cuenta.

Fija su mirada en mí antes de hablarme de ese patrón para el que trabajó dieciséis años: era un académico, muy educado y comprensivo, me sugería que estudiara, yo lo enaltecí —aquí hace una pausa para decirme bajito que esto no se lo ha contado a nadie— y ese patrón intelectual un día quiso tocarla, al día siguiente se le tiró encima para besarla y llenarla de saliva que ella se limpiaba con tristeza y asco. ¿A poco no te gustan mis besos?, le decía.

Sira dio pelea mientras pudo y se pasó noches calculando cómo sobrevivirían ella y sus tres niños si renunciaba. Hasta que una tarde el académico la encerró en el baño y abusó de ella.

Entonces me vine abajo, recuerda. Me sentí mal, culpable, sucia, sola.

Dejó aquel trabajo, rodó en una casa y otra haciendo tres jornadas de limpieza al día. Una mañana escuchó en la radio que había un Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar, el CACEH.

No lo pensé dos veces y fui a una reunión. Se le encienden los ojos antes de decir: ahí empecé a transformarme. El apoyo grupal, las terapias, darse cuenta de que no estaba sola. Nombrarlo todo. Saber que tienes derecho a defenderte. Saber que tienes derecho a decir no. Tienes derecho a decir no. Lo repite varias veces.

Ya empoderada —se ríe— regresé a reclamarle a aquel señor tan académico que resultó muy burro porque no entendió nada.

Háblame de tu esposo, le pido.

Mi esposo al principio no entendía y luego empezó a venir a las reuniones. Casi nos divorciamos pero volvimos a encontrarnos. Ahora somos diferentes, mi marido me respeta, mi papá también.

Mi historia es la de muchas, reflexiona, no seríamos tan vulnerables al abuso si nuestro trabajo no fuera así.

El 30 de marzo se conmemora el Día Internacional de las Trabajadoras del Hogar y México tiene un gran pendiente: ratificar el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, se trata de la primera norma internacional con medidas específicas para mejorar las condiciones de las trabajadoras del hogar que hoy no tienen prestaciones como servicios médicos, aguinaldo, días de descanso, ni siquiera una jornada laboral acotada a cierto número de horas.

Ni “muchacha”, ni “la persona que me ayuda”, ni la “doméstica”.

En nuestro país hay más de dos millones de personas que son trabajadoras del hogar. ¿Cuántos millones de relatos de abuso podrían contarnos?

Sira me sorprende más que por su historia, por el gozo vital con el que se planta frente a la existencia y también —tengo que decirlo— por lo libre de su discurso, que encuentro limpio de resentimientos. Al final vuelve a hablarme de su marido: a veces no quiere seguirme pero está bien, él es tan libre como yo.

Es una feminista de avanzada, pienso, con la capacidad de resonancia y empatía que sólo puede venir de la experiencia.

Le doy las gracias y un abrazo. Antes de salir corriendo al metro para no mojarme porque la lluvia amenaza, oigo su risa fuerte y me sabe a triunfo personal y a derrota colectiva. Aún tenemos que aprender a dimensionar nuestras batallas.

@AlmaDeliaMC

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